El cilicio es un
instrumento utilizado para la mortificación de la carne. El presente cilicio se
encontró en la tumba de la Madre sor Francisca Josefa del
Castillo (1671-1742), quien practicaba el sacramento de la penitencia en busca
de la salvación espiritual. Consiste en una faja compuesta por cadenillas de hierro o alambre con
puntas, que se puede ceñir alrededor de la cintura, pecho, brazos o piernas. En
su origen, el cilicio era una vestidura muy áspera, hecha de pelo de cabra procedente de Sicilia
(Italia), de allí su nombre.
Anónimo
Sor Francisca Josefa Concepción
ca. 1813
Óleo sobre tela 135,2 × 106 cm
Colección de la
Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República
N. topográfico AP2144
La Madre sor Francisca Josefa del Castillo nació en
Tunja en el año 1617 y murió en la misma ciudad, en el convento de Santa Clara
la Real de Tunja, en 1742. Ingresó en el convento a la edad de 21 años, en
1692, y dos años después tomó los hábitos de monja. Durante su vida monacal
desempeñó diversos cargos, llegando a ser nombrada abadesa durante tres
periodos: de 1718 a 1721, 1729 a 1732 y 1738 a 1741. Como abadesa de Santa
Clara la Real de Tunja, un convento que albergaba más de mil habitantes entre
profesas, sirvientes y esclavas, sor Josefa tuvo influencia sobre las finanzas
y las decisiones políticas virreinales, además de voz dentro de los debates
intelectuales de su época. Su fortuna económica personal le permitió comisionar
la factura de una custodia ricamente ornamentada. La custodia, elaborada por el
orfebre artesano Nicolás de Burgos en oro y plata, tiene 657 esmeraldas y 291
gemas adicionales que incluyen diamantes, amatistas, perlas y topacios.
Actualmente se conserva en los fondos patrimoniales del Banco de la República
Nicolás de Burgos y Aguilera
Custodia grande de Santa Clara la Real de Tunja
(conocida como la Clarisa)
1734-1737
Colección del Banco de la República de Colombia
Fuente: Villegas, Benjamín y Londoño Vélez,
Santiago, Arte colombiano. 3.500 años de historia, Bogotá, Villegas Editores,
2001.
Sor Francisca Josefa comienza a escribir hacia la
fecha en que toma los hábitos, cuando el padre Francisco de Herrera, su
confesor, le ordena registrar sus pensamientos, los cuales se reunieron y
publicaron póstumamente con el título de Sentimientos espirituales (titulados también como Los Afectos espirituales). La Vida, su autobiografía, fue
realizada a partir de 1715 cuando, como ella misma lo señala, tenía 44 años.
Tras su muerte en 1742, sus manuscritos permanecieron en posesión del Convento
Real de Santa Clara en Tunja hasta 1813, año en que son entregados a su
sobrino, Antonio María de Castillo y Alarcón,
para su publicación. En 1817 se imprimió la Vida en la ciudad de Filadelfia (EE.UU), y en 1843 se editaron de manera parcial los Sentimientos espirituales.
A principios del siglo XIX,
su obra se interpretó como literatura edificante, es decir, de enseñanza de los
valores morales a seguir por la sociedad. Rafael María Carrasquilla
(1857-1930), eclesiástico, educador y escritor, y José Manuel Marroquín (1827-1908),
presidente de Colombia y escritor, transformaron la significación de la obra de
la monja clarisa al consagrarla por su valor literario y cultural como
“literatura nacional” en la época colonial.
En la obra literaria de sor
Francisca Josefa, se referencia continuamente la mortificación de la carne como
parte fundamental para la trascendencia del alma: “Hacía cuanta penitencia
alcanzaban mis fuerzas, y despedazaba mi cuerpo hasta bañar el suelo y ver
correr la sangre, etc. […] Así pasé aquellos días en los ejercicios de mi padre
san Ignacio [de Loyola]” (Vida, p. 109).
Las disposiciones del
Concilio de Trento con respecto al sacramento de la penitencia expresan el
carácter particular de la piedad barroca: una religiosidad que debe expresarse
para ser controlada. La penitencia significa cabalmente una conversión del
espíritu. La sesión VI del Concilio de Trento (1547) afirma que la total
remisión del pecado buscada con la penitencia, requiere cumplir tres actos: la
contrición, consistente en el dolor sentido por el pecado cometido; la
confesión, y la satisfacción, que reside en el ofrecimiento voluntario de
ciertos actos como reparación ofrecida a Dios. Entre estos actos de
satisfacción, la mortificación de la carne con cilicios y demás instrumentos de
penitencia fueron comunes en el siglo XVII neogranadino. Sor Francisca Josefa
cuenta en su Vida que, a los 14 años, Dios:
Púsome una determinación y
ansia de imitar a los santos, que no me parece dejaría cosa por hacer, aunque
fuera la más ardua y dificultosa del mundo. Pareciame que todo lo más ero lo
exterior, y así deje todas las galas y me vestí una pobre saya. Hacía muchas
disciplinas con varios instrumentos, hasta derramar mucha sangre. Andaba
cargada de cilicios y cadenas de hierro, hasta que sobre algunas crecía la
carne. Dormía vestida o sobre tablas. Tenía muchas horas de oración y procuraba
mortificarme en todo. Veía algunas veces al padre Pedro Calderón, y el me
alentaba y consolaba.” (Vida, p. 94)
Anónimo
San Pedro de Alcántara
(1499-1562)
Talla (madera)
59,7 × 17,6 ×14 cm
Comodato con la fundación Enrique Grau Araujo
Número de ingreso 4067
El modelo para la realización de la penitencia era la imitación de la vida de
los santos y la pasión de Cristo. La mortificación de la carne hacía al
penitente semejante a Cristo, quien con su sufrimiento libró de los pecados al
hombre. La satisfacción de la penitencia lograba una conciencia de liberación
–parcial– del pecado y una comunión directa con Dios. Tales eran los llamados
desposorios místicos, en los que a partir del éxtasis en la oración –que
incluye la mortificación– se conseguía que el individuo se acercara a la divinidad.
La mortificación obtenida
por medio del cilicio formaba parte del sacramento de la penitencia y, como
tal, del camino a la salvación del alma. Sor Francisca Josefa del Castillo
practicó los ejercicios espirituales de manera simultánea con sus cargos políticos,
actividades que en su época se exigían mutuamente y brindaban notabilidad
social.
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