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Pocos años después de recibir el Nobel de Literatura en 2006, el escritor Orhan Pamuk publicó una novela hermosísima: El Museo de la Inocencia.
Su protagonista, en un momento dado de la trama, se arriesga a dar una definición que me gustaría compartir con ustedes porque me parece especialmente oportuna:
“Los verdaderos museos son lugares donde el tiempo se transforma en espacio”
Creo que no me equivoco al decir que a nuestro Museo Nacional –a nuestro querido Museo Nacional– esta definición le queda como anillo al dedo.
Los 195 años que estamos celebrando se asoman en las esquinas y en los portones, en las ventanas y en los pasillos. En otras palabras, el tiempo –aquí– se transforma en espacio, en este espacio que recoge el ADN del Museo desde su creación en 1823.
Mucha agua ha corrido a partir de entonces.
La Gran Colombia le dio paso a la Colombia a secas, sin que por eso disminuyeran las marcas de la guerra y de una sociedad profundamente dividida.
Sin embargo, nuestra historia es también la victoria constante de la vida, como bien lo explicó Gabo en su discurso de aceptación del Nobel:
"Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja de la vida sobre la muerte."
Lo cierto es que en medio de las peores convulsiones sociales y políticas, el Museo Nacional estuvo siempre ahí, del lado de los colombianos, como testigo y depósito tanto de nuestras contradicciones y de nuestros desafueros como de nuestras virtudes y de nuestros esfuerzos.
Así lo confirma la apertura –en el segundo semestre– de tres nuevas salas de exposiciones que se sumarán a las cuatro que fueron inauguradas entre 2013 y 2018.
Estas últimas salas –que el público ya conoce– son una invitación a que nos acerquemos a nosotros mismos.
En ellas, los colombianos podemos explorar la noción de identidad; el concepto de la tierra como recurso; la conexión entre nuestro patrimonio audiovisual y la configuración de una memoria colectiva; y las relaciones entre obras de periodos tan distintos como la época de la Colonia y el siglo XX.
Por otra parte, las salas que tendremos la oportunidad de recorrer en unos meses, más que acercamiento nos piden un poco de distancia; esa distancia que antecede a toda reflexión sensata sobre uno mismo.
La primera sala, ‘Tiempo sin Olvido: diálogos desde el Mundo Prehispánico’ propone un viaje por algunas de las características de las sociedades que han trascendido el tiempo.
La producción de alimentos; el trueque; imaginar y representar el cuerpo; ejercer el poder y competir por alcanzarlo; luchar por recursos y celebrar rituales, son todas prácticas que vinculan nuestra existencia a la de nuestros antepasados, que nos recuerdan que somos uno y que nuestra raza se llama Humanidad.
La segunda sala, ‘Ser Territorio’, da cuenta de la construcción histórica y cultural de la geografía que habitamos.
Imaginar, nombrar y representar el territorio es importante porque lo dota de significado. Y, como dicen, solo cuidamos lo que queremos y solo queremos lo que conocemos.
Por último, la tercera sala, ‘Hacer sociedad’, repasa los procesos de convivencia, resistencia y reivindicación en Colombia.
Nos cuenta, por ejemplo, cómo las confrontaciones –políticas, económicas y culturales– han sido decisivas a la hora de narrarnos y de establecernos como nación.
De todas las salas, pienso que esta puede ser la más interesante e intrigante porque, visto de cierta manera, es una sala que se encuentra –por así decirlo– en construcción.
Hacer sociedad implica un ejercicio colectivo –continuo y esforzado– y eso los colombianos lo entendemos mejor que nadie.
El país se enfrenta ahora a la responsabilidad de escribir un capítulo de su historia totalmente diferente a los anteriores: el capítulo de la construcción de paz.
A cinco días de dejar mi cargo de Presidente, cuanto más miro hacia atrás más me reafirmo en la certeza de que haber abierto la puerta del diálogo con las Farc –que tuvo como resultado el fin del conflicto armado con esta guerrilla– fue la mejor decisión que tomé en estos ocho años.
Pude haber seguido la inercia de la guerra en la que ya había sido exitoso, como me lo sugirieron muchos. Pero ni mi conciencia ni la historia me lo hubieran perdonado.
El proceso de paz en La Habana –con todos los defectos que pueda tener y con todos los desafíos que haya podido desencadenar– produjo un cambio esencial en la realidad y la tranquilidad de los colombianos.
Hay urgencias, por supuesto, situaciones graves que seguiremos atendiendo y resolviendo hasta el mismísimo 7 de agosto, como los casos de los líderes asesinados que son, sin lugar a duda, los que más nos afligen y en los que más estamos concentrando nuestro empeño.
Hay incertidumbre, es innegable. Y hay fragmentación.
Pero también hay cifras que nos van dando pistas de nuestro enorme potencial, libres –por fin– del lastre del conflicto.
Tenemos un presupuesto donde el mayor rubro es para la educación.
Tenemos más y mejores instituciones dedicadas a consolidar la presencia del Estado en las zonas que estuvieron tanto tiempo aisladas por la violencia.
Y lo más sustancial, lo que le da sentido a todo: tenemos menos víctimas.
Imposible no hacer un reconocimiento especial, aprovechando esta ocasión, a los empresarios comprometidos con la cultura que han apoyado al Museo Nacional incondicionalmente, a las personas que aquí trabajan, y a la Asociación de Amigos del Museo.
Gracias a ustedes, y a todos los presentes, por su aporte y por su dedicación.
Pero esta noche las razones para celebrar no se quedan por el aniversario.
Por la generosidad a la que nos tienen acostumbrados el maestro Botero, el Museo nos ofrece el privilegio de poder apreciar la obra temprana de quien es uno de los más representativos embajadores de Colombia en el mundo.
La muestra comprende los años entre 1948 y 1963 e incluye una sección especial acerca de su fracaso en Nueva York.
Al contrario de lo que podría pensarse, ese fracaso fue un buen presagio porque ahí empezó su proceso de reinventarse y de encontrar su propio estilo, su originalidad.
Y no solo eso: Fernando Botero ha sido una voz de paz permanente –desde su obra y desde sus actos– en medio del ruido de la violencia que él, como yo, como todos, conocimos desde que nacimos.
La mejor prueba de esto es la escultura de la paloma blanca que le ofreció a la Casa de Nariño como señal de respaldo al proceso de paz y que hoy, felizmente, podemos contemplar en este Museo.
La paloma “voló" de los corredores de Palacio para que más colombianos puedan verla de cerca, y me cuentan que es una de las obras más buscadas y más fotografiadas.
Artistas como el maestro, y como tantos otros, nos recuerdan que incluso cuando los vientos no soplan a nuestro favor logramos siempre encontrar a alguien ocupado de lo que es más trascendente: de lo profundamente humano.
Quiero valerme de este momento para hablarles de un tema muy importante para los colombianos: el Galeón San José.
Hoy queda en firme y ejecutoriada la decisión sobre las medidas cautelares por parte del Tribunal de Cundinamarca.
En todo nos dio la razón: el mecanismo de la alianza público privada se ajusta a la Ley.
Así las cosas, hoy mismo queda reactivado el proceso de contratación de la alianza público-privada que llevará a cabo la que va a ser –sin duda– la expedición científica más importante del mundo en patrimonio cultural sumergido.
Los interesados tienen hasta el 10 de agosto para presentar sus propuestas.
Contamos con un equipo especializado de primer nivel y con una financiación cercana a los 70 millones de dólares. Y puedo garantizarles –luego de tres años de trabajar en la estructuración del proyecto– que la operación saldrá a costo CERO para el Estado.
Los tesoros del Galeón estarán al alcance de todos: se exhibirán en Cartagena –en un museo como en el que estamos– y cualquier persona podrá visitarlos.
Es uno de los legados más importantes de mi Gobierno.
Al terminar mis palabras, veremos un video que da cuenta de la fase de exploración donde hallamos el San José, la nave capitana.
Queridos amigos:
Ahora que finalmente estamos aprendiendo a vivir en paz, el Museo Nacional se nos presenta como más que un espacio: es una plaza de encuentro, un organismo vivo que se multiplica diariamente en saberes y cultura.
En los largos días oscuros que se repitieron estos 195 años, el Museo fue guía y refugio de nuestra memoria.
Nada me alegra más que poder comprobar –aquí, con ustedes– que sigue siéndolo, incluso en noches de luz como esta.
Los invito a que levanten sus copas y me acompañen en un brindis.
Por el Museo Nacional, por ustedes, y por ese país en paz que tanto nos merecemos.
¡Salud!